“Una vez establecido el papel moneda es difícil suprimirlo cuando es el Estado el que lo emite porque suprimirlo es deshacerse del poder de levantar empréstitos ilimitados y sordos; es abdicar el poder omnímodo de disponer de la fortuna de todo el mundo. Y como sólo el Estado puede obligar al Estado a dejar ese poder, su abdicación es un milagro de abnegación sobrenatural.”
Juan Bautista Alberdi (1876)
Quizás finalmente esté por llegar el momento de “ese milagro de abnegación natural” al que se refería Alberdi en 1876, cuando el país pasaba por una profunda crisis económica:
“No hay más que una esperanza de que el papel moneda de Estado una vez establecido y convertido en hábito, desaparezca, y es la de que arruine y entierre al gobierno que lo ha creado, por su propia virtud de empobrecimiento y de ruina. Entonces se verá producirse este fenómeno, que no es sino muy concebible y natural: que el gobierno que necesitó crear el papel moneda para existir, tendrá que suprimirlo para conservar su existencia."1
Alberdi fue uno de los primeros economistas en examinar “profunda y minuciosamente los efectos de la inflación monetaria”.2 Desde 1825 la emisión descontrolada de papel moneda para financiar un exceso de gasto público había provocado la desvalorización constante del peso. La afición del poder político por el emisionismo no se curó con la crisis y las advertencias de Alberdi fueron desatendidas. Pasaron catorce años y otra crisis inflacionaria aún más profunda finalmente hizo comprender a la dirigencia política que la estabilidad era una condición necesaria para el crecimiento. Gracias a la disciplina monetaria y fiscal que impuso la reforma monetaria de 1899, durante la primeras cuatro décadas del siglo XX, la economía argentina experimentó el único período de estabilidad duradero de su historia. Durante este período, al igual que otros países, la Argentina alternó entre distintos sistemas. Pasó de la disciplina del patrón oro, bajo el cual el peso era libremente convertible en oro, a un sistema híbrido con un peso inconvertible cuyo valor era fijado por el mercado, y, después de 1930, a un régimen de peso inconvertible con un estricto control de cambios, al que en 1935 se le agregó un banco central de propiedad mixta. A pesar de todos estos cambios, entre 1900 y 1942, la tasa de inflación en la Argentina evolucionó en línea con la de Australia, Canadá y Estados Unidos.
En 1945 reapareció en el país la inflación alta, persistente y volátil. Al año siguiente, el gobierno estatizó el Banco Central y “nacionalizó” los depósitos. A partir de entonces, la Argentina comenzó a “despegarse” del resto del mundo. Desde 1945 hasta 2021 la tasa de inflación fue 60,1% por año, una de las más altas del planeta.3 Hasta mediados de la década de 1990 el país compartió esta “distinción” con vecinos como Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay, Perú y Uruguay. En las últimas tres décadas todos ellos lograron reducir la tasa de inflación anual a menos de un dígito, mientras que Argentina se encaminó en la dirección opuesta. No es casual que el comienzo de un nuevo ciclo inflacionario haya coincidido con un brote de populismo.
El premio Nobel de economía Paul Samuelson confesó alguna vez que si en 1945 alguien le hubiera preguntado qué país tenía entonces mayor potencial de crecimiento, habría respondido que la Argentina era la “ola del futuro”, ya que se encontraba “en ese estado intermedio de desarrollo del cual se podría fácilmente esperar un rápido crecimiento”.4 Su pronóstico hoy puede parecer disparatado. Sin embargo, en 1940 Alejandro Bunge, uno de los economistas más respetados del país y gran crítico del statu quo, sostenía que la economía argentina se encontraba en una situación privilegiada, en un “momento histórico” de su evolución equivalente “al de Alemania o al de Estados Unidos algunas décadas atrás”. Según Bunge, con una política económica “acertada”, se podía esperar “un largo período fuertemente dinámico a recorrer”, ya que pocas naciones reunían “tan completas condiciones para [alcanzar] un elevado nivel de vida de su pueblo”.5
La realidad resultó muy distinta. En 1945 la Argentina ocupaba la décima posición en el ranking mundial de PBI per cápita. En 2021 probablemente termine sesenta puestos más abajo.6 Solo Venezuela en las últimas décadas puede compararse en capacidad de auto-destrucción. La decadencia argentina solo se interrumpió durante algunos breves períodos. No es casual que estas interrupciones hayan coincidido con períodos de estabilidad de precios. Es imposible crecer de manera sostenida sin altos niveles de inversión y/o aumentos de productividad. Ni lo uno ni lo otro es posible con tasas de inflación altas, persistentes y volátiles. No hay inversión genuina a largo plazo sin estabilidad de precios. Y sin ella tampoco es posible generar el ahorro necesario para financiarla. La consecuencia de este estado de cosas es conocida: una economía estancada con salarios reales y niveles de empleo cada vez más bajos. En los últimos sesenta años sólo dos países fuera de África han tenido tasas de crecimiento del PBI per cápita negativas durante 25 años o más: Argentina y Haití. 7
Luego de una década de estabilidad de precios durante los noventa, la reaparición de un populismo virulento en el siglo XXI llevó nuevamente a la Argentina a disputar el podio de los países con mayor inflación del planeta. En 2021 terminó en el cuarto puesto. A diferencia de décadas anteriores, ya no se encuentra en la compañía de sus vecinos, sino de estados “fallidos” como Siria, Sudán, Sudán del Sur, Venezuela, Yemen y Zimbabue.
Una inflación alta, persistente y volátil afecta particularmente a la población de menores ingresos. El aumento de los precios y el de la desigualdad van de la mano. Los segmentos de ingresos medios y bajos ven erosionado el poder de compra de su salario y el valor de sus magros ahorros. Los más pobres, cuya capacidad de ahorro es nula, no sólo pierden poder adquisitivo sino que además corren más riesgo de a perder su empleo cuando se disparan los precios. Lo que es peor aún, una inflación alta, persistente y volátil elimina cualquier esperanza de ascender en la escala social. Mucha razón tenía Ezequiel Martínez Estrada cuando describió a la inflación como un “genocidio económico”.8
En los últimos setenta años sucesivos gobiernos han recurrido a las mismas medidas para reducir la inflación: acuerdos y controles de precios y salarios, congelamientos de tarifas, concertaciones, treguas, anclas cambiarias, metas de inflación, etc. Estas medidas nunca funcionaron. Parte del problema es el diagnóstico. Es común escuchar a funcionarios, políticos, periodistas y sindicalistas argumentar en los medios que la causa de la inflación es la “puja distributiva”, los “cuellos de botella” de la estructura productiva, las ineficiencias de las cadenas de distribución, el poder monopólico de los supermercados, los grupos económicos concentrados, la suba del precio internacional de la soja, etc. La refutación de estas explicaciones es tan obvia que sorprende que se sigan repitiendo, pero mientras tengan eco en la opinión pública difícilmente podrá erradicarse la inflación. El diagnóstico errado también sirve para proteger intereses que se benefician de la inflación. Incluso cuando hubo un diagnóstico acertado, los intentos de imponer cierta disciplina fiscal y monetaria, como fue el caso de la Convertibilidad, también terminaron fracasando por razones políticas.9
Lo cual obviamente nos lleva a preguntarnos por qué el sistema político argentino es incapaz de operar dentro de una restricción presupuestaria. Aunque la prodigalidad fiscal ha sido una constante en la historia argentina desde 1810, su intensidad y escala fueron potenciadas por el populismo a partir de 1945. El sistema populista institucionalizó el divorcio entre salarios reales y productividad y entre precios internos y externos. Es decir, politizó la asignación y remuneración de los recursos productivos, y, para que el sector privado pudiera seguir funcionando, aisló la economía del resto del mundo. El gasto público ha servido de instrumento a los gobiernos populistas para fomentar entre sus votantes la efímera ilusión de que pueden consumir más de lo que producen o que su remuneración puede exceder a su productividad. El resultado inevitable ha sido una estanflación secular. El populismo ha condenado a los argentinos a participar involuntariamente en una versión perversa del “juego de las sillas” en el la que la música es interrumpida abruptamente por inevitables crisis de financiamiento del sector público. Como no hay inversión, cada vez hay menos sillas, y, consecuentemente, cada vez más frustración.
Cada fracaso en la lucha contra la inflación ha requerido en el siguiente intento de erradicarla una reforma monetaria más radical. Con una tasa de inflación anual que viene aumentando desde hace más de una década y actualmente excede 50% es lógico preguntarse si es posible curarnos de esta enfermedad. Creemos que si, pero no hay una solución mágica o indolora. Salir del laberinto en el que se ha encerrado la sociedad argentina es un desafío gigantesco. Cualquier reforma del statu quo tendrá costos para sus beneficiarios, por lo cual en el corto plazo es predecible su tenaz oposición.
La experiencia de la Convertibilidad encierra importantes lecciones. Su éxito demostró que era posible erradicar la inflación de cuajo sin sacrificar el crecimiento. Durante diez años la Argentina fue uno de los diez países con menor tasa de inflación en el mundo y su PBI per cápita creció más rápido que en las dos décadas precedentes. Su traumático final seguido de una profunda crisis demostró que cualquier “cepo” a la prodigalidad fiscal debe ser difícil y costoso de evadir. Caso contrario, frente a la acción concertada de grupos de intereses, los políticos siempre encontrarán una manera de evadirlo, incluso en contra de la voluntad de una mayoría del electorado. En abril de 1991, los argentinos creyeron que la Convertibilidad estaba asegurada por una ley del Congreso, y, que por lo tanto no sería fácil para el Poder Ejecutivo revertirla. Luego de siete años de democracia creyeron que en la Argentina existía el estado de derecho, un gobierno representativo y la separación de poderes.
Por aquel entonces, el jurista Carlos Nino acuñó el término “anomia institucional” para describir la incapacidad del Poder Ejecutivo de cumplir las leyes y su propensión a avasallar la independencia de los poderes legislativo y judicial. Se trata de una enfermedad cultural atávica que ha sido potenciada por el populismo. Como argumentaremos a lo largo del libro, la anomia institucional es uno de los factores que más ha contribuido a que la inflación sea endémica. En la Argentina las reformas de jure no tienen credibilidad porque son fácilmente reversibles. Un sacudón externo y/o la presión de grupos de intereses hacen sucumbir cualquier plan que busque equilibrar las cuentas públicas y estabilizar el nivel de precios. La manera en la que terminó la Convertibilidad es la demostración más cabal de ello. Algunos de los mismos legisladores que en marzo de 1991 votaron por su sanción, en enero de 2002 abogaron entusiastamente por su derogación, cediendo a las presiones de la dirigencia política y de grupos empresarios endeudados en dólares.
La Convertibilidad también demostró que para que un plan anti-inflacionario tenga apoyo político debe generar resultados positivos rápidamente. Y para que esto ocurra, debe generar credibilidad de inmediato. Esto limita el menú de alternativas. Otro régimen de convertibilidad hoy no generaría credibilidad. Por las mismas razones, tampoco funcionaría una dolarización a medias.10 La Argentina perdió la oportunidad de alcanzar estabilidad y crecimiento con su propia moneda a fines de 2005, cuando después de la restructuración de la deuda y en plena fase ascendente del ciclo de commodities, la prima de riesgo país cayó por debajo de 300 puntos básicos. Era el momento para profundizar las reformas estructurales y reconstruir la institucionalidad. Néstor Kirchner en vez decidió avanzar en la dirección opuesta. No sólo reforzó todos los elementos del sistema populista que habían sido eliminados durante los noventa y reintroducidos por Duhalde, sino que además agregó otros, como la corrupción sistemática a gran escala en la obra pública y la alianza estratégica con el chavismo. Comenzó uno de los ciclos de populismo más intensos de la historia argentina, que en pocos años llevó el gasto público a niveles insostenibles y engendró un nuevo ciclo de inflación alta, persistente y volátil.
Indudablemente con un acuerdo razonable con el FMI y la implementación de medidas sensatas sería posible estabilizar la economía. Pero la historia de los últimos setenta años demuestra que sin reformas estructurales duraderas pronto volverá la estanflación.11 El problema con estos ciclos recurrentes de avance y retroceso es que en cada iteración, el país es más pobre. En el mejor de los casos conseguiremos “más de lo mismo”, y en el peor, daremos, como decía Lenin, un paso adelante y dos pasos atrás. Lo que se necesita para que la economía vuelva a crecer de manera sostenida no es un parche de dos o tres años, sino una solución de largo plazo al tema de la inflación. Solo una reforma que imponga disciplina monetaria y fiscal y sea difícil de revertir puede generar la credibilidad y los resultados positivos a corto plazo que le permitirían resistir el embate de la política.
En este libro presentamos una propuesta concreta para lograr este objetivo que para simplificar denominamos “dolarización”. Es mucho más que eso. La reforma que proponemos se asienta sobre tres pilares: 1) la adopción unilateral del dólar como moneda de curso legal, la libre circulación de monedas convertibles y la libre movilidad de capitales, 2) una profunda reforma del sistema bancario que ponga los ahorros de los argentinos fuera del alcance del poder político, 3) la firma de tratados de libre comercio con la Unión Europea y otros bloques comerciales.12 Estas son las tres reformas “madre” que impondrán la necesidad de avanzar con las reformas de segunda generación. Proponemos reemplazar el sistema corporativista, clientelista y proteccionista que funciona desde hace al menos setenta años por una economía competitiva, abierta e integrada al mundo. Semejante cambio de régimen no es posible si la dolarización no es acompañada por otras reformas estructurales e institucionales.13
Desde el punto de vista práctico proponemos que los argentinos paguen sus impuestos en dólares y puedan elegir libremente y de mutuo acuerdo la moneda y los medios de pago con los que quieren operar.14 Esta propuesta puede parecer utópica. Sin embargo, tiene numerosos antecedentes. Para empezar, desde la independencia y hasta prácticamente fines del siglo XIX, en la mayoría de las provincias argentinas circularon libremente monedas de otros países, fundamentalmente de Bolivia y Chile. Fue uno de los experimentos monetarios más duraderos de nuestra historia. En segundo lugar, desde el punto de vista económico, la dolarización no es más que una versión extrema de los regímenes de convertibilidad que rigieron en 1867-75, 1883-85, 1900-14, 1927-29 y 1991-2001. Fue durante estos períodos cuando la economía argentina tuvo, en promedio, las tasas de inflación más bajas y las tasas de crecimiento más altas de su historia. En tercer lugar, en las últimas tres décadas varios gobiernos evaluaron la conveniencia de dolarizar la economía. Entre 1997 y 1998 fue cando más se avanzó para implementarla El anuncio de Menem en pleno año electoral contribuyó a que resultara políticamente inviable. Cuarto, desde hace décadas destacados economistas han propuesto una dolarización como la mejor manera de erradicar la inflación crónica en la Argentina.15 Finalmente, en varios países en América Latina el dólar es la moneda de curso legal. Tal es el caso de Panamá desde su independencia y de Ecuador y El Salvador desde hace poco más de veinte años.16 Desde entonces el desempeño macroeconómico de estos países ha sido muy superior al de la Argentina.
No existe ningún obstáculo legal a la dolarización tal como la proponemos. Nada en la Constitución Nacional la impide.17 De hecho, entre las responsabilidades que la Carta Magna le asigna al Congreso está la de “defender el valor de la moneda”, misión que evidentemente no ha cumplido, excepto entre 1991 y 2001. Desde el punto de vista de su implementación práctica tampoco hay obstáculos insuperables. En esencia, la dolarización consiste en a) un canje de billetes de pesos por dólares, y, b) un asiento contable por el cual se re-denominarían en dólares todos los depósitos en pesos. El tipo de cambio de conversión resulta de dividir la base monetaria por las reservas internacionales de libre disponibilidad.18
En realidad, como es obvio, el principal obstáculo a nuestra propuesta es político. No porque una mayoría del electorado se oponga (la Convertibilidad fue muy popular y quienes tienen ahorros ya los han dolarizado), sino porque le quitaría a los políticos una herramienta para hacer clientelismo, negocios y demagogia o llevar adelante políticas bien intencionadas pero económicamente inviables. Lamentablemente, la historia demuestra que en la Argentina sólo es posible superar la resistencia del sistema político y los grupos de intereses que se benefician del statu quo a cualquier reforma estructural cuando la economía se encuentra frente al abismo.
Tal como lo ha señalado un reconocido economista, más utópico que una dolarización oficial es creer “que nuestra dirigencia política actual puede ofrecer confianza para respaldar un pedazo de papel llamado peso”.19 Es decir, creer que es posible salir de este callejón sin salida avanzando en la misma dirección que hasta ahora. Hacer siempre lo mismo y esperar resultados distintos es una señal de locura. La cuestión es si una parte importante de la dirigencia –políticos, empresarios, líderes sindicales y formadores de opinión– está dispuesta a liderar un cambio de régimen y a asumir los riesgos que conlleva su implementación. Todo indica que estamos acercándonos a una nueva disyuntiva histórica, una de tantas que se nos han presentado en los últimos setenta años. Como en el pasado, se abrirán dos caminos: una reforma profunda como la que proponemos o “la muerte de los mil cortes”, es decir, una decadencia gradual que en pocos años nos acercará a niveles de pobreza, desigualdad, emigración y destrucción económica similares a los que hoy exhibe Venezuela. En una década tendríamos un país inimaginable para quienes nacieron antes del milenio.
La dolarización no es una panacea. Estamos claramente en el terreno de lo “sub-óptimo”, o lo que los economistas denominan segundo mejor (second best). En cuanto a la política monetaria sería maravilloso emular a Chile o Uruguay (ni hablar de Suiza o Suecia). Creer que hoy podemos hacerlo es mucho más utópico que avanzar con una dolarización oficial. La posibilidad de alcanzar la estabilidad y crecimiento con moneda propia fue diluyéndose a medida que la economía se fue dolarizando de facto, un proceso que se inició con el “Rodrigazo” y se agudizó con cada crisis. Según cifras oficiales, el valor de los dólares que tienen los argentinos en cajas de seguridad, “bajo el colchón”, depositados en bancos del exterior o en bancos argentinos más que quintuplica el de los pesos que tienen en sus bolsillos o depositados en un banco.20
Las objeciones usuales a la dolarización tienden a caer en la “falacia del Nirvana”. El argumento típico es que el gobierno perdería herramientas de política económica necesarias para lograr ciertos objetivos tales como la estabilidad de precios, el crecimiento y la reducción de la pobreza. Sin embargo, la historia de los últimos setenta y siete años demuestra que ha sido incapaz de emplear esas herramientas para alcanzar esos objetivos. Es decir, estaríamos perdiendo algo que no tenemos. Como demuestran nuestros vecinos, lo que se requiere para alcanzar la estabilidad monetaria es bastante simple. Sin embargo, está fuera del alcance de nuestro sistema político
Una reforma como la que proponemos beneficiaría a la mayoría de argentinos. En el corto plazo sólo se verían perjudicados los entenados del poder y los “buscadores de rentas”. Pero incluso para ambos grupos el costo inicial de perder canonjías, subsidios y privilegios sería compensado con creces a mediano y largo plazo, si es que optan por dedicarse en vez a actividades socialmente productivas, por el crecimiento de la economía. Será mucho más costoso continuar empobreciéndonos. Basta ver la experiencia de Ecuador y El Salvador. El primero de estos países dolarizó su economía en 2000 y el segundo al año siguiente. En 2001 el PBI per cápita en dólares de Ecuador equivalía a 28% del de la Argentina y el de El Salvador a 22%, mientras que en 2021 los porcentajes respectivos fueron 97% y 60%.21
Es un sinsentido afirmar que abandonar el peso atenta contra la soberanía. Si fuera cierto, hace tiempo que dejamos de ser un país soberano: en los últimos veinte años el peso perdió 99,5% de su valor. Desde 1945, excepto durante la Convertibilidad, la Argentina no tuvo una década entera con moneda estable y convertible. Uno no puede perder lo que no tiene. Justamente porque no tenemos una moneda estable es que la economía argentina está de facto dolarizada: las transacciones más importantes se hacen en dólares y la mayor parte del ahorro doméstico se encuentra en el exterior fuera del alcance de los políticos.22 Estamos en el peor de los mundos. Por un lado, tenemos una dolarización de facto que neutraliza el impacto de la política monetaria, y, por el otro, debido a las infinitas regulaciones cambiarias y las limitaciones a los movimientos de capitales no podemos aprovechar plenamente sus ventajas. Lo que tenemos que decidir es si vamos a seguir pagando los costos de una dolarización sin gozar de sus beneficios. Oficializarla –es decir, adoptar el dólar como moneda de curso legal– y permitir la libre competencia de monedas sería la mejor manera de hacerlo.
La desvalorización del peso es consecuencia de la prodigalidad incontenible de nuestros gobernantes. El nivel de gasto público actual es incompatible con el crecimiento de la economía. Si un cambio fundamental, seguiremos acumulando déficits fiscales, un camino que no tiene más salida que la estanflación. Aumentar los impuestos terminará por destruir lo que queda del sector productivo. El endeudamiento en pesos a largo plazo no es una opción, ya que gracias a décadas de inflación y confiscaciones, el mercado de capitales local no existe, y a corto plazo, genera una dinámica explosiva de la deuda. En cuanto al endeudamiento externo es todavía menos recomendable, ya que facilita el gradualismo, una estrategia económica y política que ha sido casi tan perniciosa como el populismo. Además, después de tres defaults en lo que va del siglo, la credibilidad de la Argentina en los mercados internacionales es nula.23 Consecuentemente, ya no queda otra manera de financiar los déficits fiscales recurrentes que genera el excesivo gasto público que con emisión monetaria.
Hay quienes se oponen a una dolarización porque no resuelve la causa fundamental de la inflación: la indisciplina fiscal. Sin embargo, la historia argentina desde 1862 demuestra que durante los períodos de plena convertibilidad del peso, hubo mayor disciplina fiscal que durante los períodos de inconvertibilidad. Es decir, que la disciplina monetaria contribuyó a la disciplina fiscal. Además, este efecto fue duradero. Entre 1915 y 1927, sin convertibilidad, el equilibrio fiscal se mantuvo, en promedio, en los mismos niveles que entre 1900 y 1914. El régimen monetario cambió de manera radical en 1931, pero recién a partir de 1937, gracias al aumento sostenido del gasto público, reaparecieron los déficits fiscales recurrentes.
La dolarización es como un bypass gástrico al que recurren las personas obesas para bajar de peso de manera sostenida. Gracias a su efecto inmediato sobre el apetito y la absorción de calorías, esta técnica quirúrgica puede ayudar a modificar las costumbres y los hábitos de alimentación. Pero si esto no ocurre, cualquier pérdida de peso es transitoria. Se trata de una solución drástica para casos extremos.24 La dolarización también es una solución drástica para casos extremos, como el de la Argentina.
Tal como la proponemos en este libro, la dolarización generaría credibilidad de inmediato, lo cual contribuiría a que sus efectos positivos se manifestaran rápidamente. Para empezar, después de algunos meses de ajustes de precios relativos, caería la tasa de inflación tal como ocurrió durante la Convertibilidad. A partir de entonces, los salarios no perderían su poder adquisitivo y lo acrecentarían con aumentos de productividad. Las empresas volverían a tener acceso a crédito a largo plazo a tasas de interés razonables para financiar sus inversiones. La mayor parte de la población podría acceder préstamos a largo plazo para comprar una vivienda. No habría más corralitos, corralones, cepos, “bicicletas” financieras, “rulos”, corridas cambiarias, dólar “blue” y tipos de cambio múltiples.
La dolarización oficial eliminaría el enorme descalce cambiario y financiero del sector público que tantos problemas le causa a la economía. A fines de 2020, al tipo de cambio oficial la deuda pública denominada en moneda extranjera equivalía a 47% del PBI y 357% de las exportaciones.25 Los pagos de amortizaciones e intereses de los próximos diez años ascienden a 210.000 millones de dólares. Aunque se renueve el capital emitiendo más deuda, el pago de intereses promediará casi 3.600 millones de dólares por año. Teniendo en cuenta el exiguo saldo de la balanza comercial en circunstancias normales, el escenario más probable, sin una dolarización, es el de crisis externas recurrentes, que profundizarán el estancamiento. El descalce cambiario también afecta al sector privado, cuya deuda externa representa casi un tercio del total de la deuda externa del país. Las inversiones necesarias para que la economía vuelva a crecer de manera sostenida son considerables. Como el sistema financiero local es incapaz de financiarlas, necesariamente habrá que recurrir a los mercados internacionales, lo cual profundizará el descalce cambiario estructural de la economía argentina. Los pagos de intereses y amortizaciones sobre esta deuda agregarán presión sobre la cuenta corriente del balance de pagos, contribuyendo a generar inestabilidad macroeconómica. La dolarización oficial, no sólo eliminaría este enorme descalce cambiario, sino que además ofrece la única esperanza de que vuelvan al país al menos una porción de los cientos de miles de millones de dólares que los argentinos tienen depositados en el exterior. Obviamente, esto no ocurrirá de la noche a la mañana. Serán necesarios varios años de estabilidad ininterrumpida.
La dolarización oficial impondría un “cepo” al estado y los políticos argentinos, el único que necesita la economía para crecer. Desde el punto de vista de la moneda, equivale a “quemar las naves”, como lo hizo Hernán Cortés cuando decidió conquistar el Imperio Azteca.26 Pero no nos engañemos. Siempre es posible “reconstruir las naves”, especialmente en un país con políticos rapaces y anomia institucional. En Ecuador bajo la presidencia Correa la dolarización fue vulnerada, generando desequilibrios que aún no se han podido corregir. La experiencia de Zimbabue también ha demostrado que es posible revertir una dolarización oficial pero que hacerlo debido a la incapacidad del gobierno de financiar déficits crecientes, implica regresar a un régimen de alta inflación.27
La clave del éxito de una dolarización oficial es la reforma del sistema bancario y la eliminación del banco central. Los depósitos bancarios –en cuenta corriente, caja de ahorros y a plazo fijo– constituyen casi 80% de la oferta de dinero. Los políticos populistas no solo envilecen la moneda al emitir papel sin respaldo, sino también los depósitos cuando colocan forzosamente en las carteras de los bancos (y/o en los encajes que estos deben mantener como reserva en el banco central) títulos públicos de un Estado insolvente. Sin una reforma bancaria como la que proponemos, la dolarización sería relativamente fácil de adulterar o revertir. La integridad de la dolarización depende críticamente de la configuración del sistema bancario y el papel asignado a la autoridad monetaria. Como demuestra la experiencia ecuatoriana, si el banco central sobrevive, la dolarización es vulnerable a los embates del poder político. En esta cuestión no hay una “bala de plata”. Lo ideal no es posible y lo posible dista de ser ideal. Cualquier reforma bancaria deberá cumplir dos objetivos: asegurar la estabilidad y la solidez de los bancos y dificultar lo más posible la apropiación de los ahorros privados por parte del gobierno.
Incluso bajo un modelo de dolarización más puro, como el panameño, los políticos argentinos podrían ingeniárselas para confiscar los ahorros o los ingresos privados. Otro superciclo de commodities podría engendrar otro ciclo populista. Una dolarización no le impediría a un gobierno populista imponer derechos a las exportaciones del agro cuando aumenta el precio de la soja. Por otro lado, el caso de Ecuador también demuestra que incluso una dolarización imperfecta modera significativamente los efectos nocivos del populismo. Entre 2007 y 2017 el PBI per cápita ecuatoriano creció a una tasa que duplicó la del argentino y su tasa de inflación fue, en promedio, una décima parte.28 La experiencia de Ecuador y El Salvador también demuestra que una de las principales ventajas de una dolarización es que reduce significativamente los efectos negativos sobre el sector privado de los defaults y las crisis de financiamiento del sector público.29
Insistimos sobre un punto importante: para que la dolarización sea duradera y efectiva debe ser acompañada por otras reformas estructurales en el plano impositivo y laboral, y muy especialmente, una apertura comercial.30 Caso contrario, sería vulnerable a la acción concertada de los industriales protegidos, que pretenden esconder su ineficiencia crónica reclamando la devaluación del peso y cuentan con el apoyo de la oligarquía sindical. También sería conveniente avanzar con reformas institucionales, como por ejemplo, la eliminación de la “lista sábana”, la Ley de Ficha Limpia, la boleta única de papel y la racionalización del sistema de gobernanza a nivel provincial. Como mínimo será necesario actualizar la representación en el Congreso de acuerdo al último censo, tal como lo establece la Constitución de 1994.
La digitalización del dinero que está transformando los sistemas bancarios, monetarios y de pagos en todos el mundo no sólo es congruente con nuestra propuesta de dolarización sino que, además, facilitaría su implementación. En el mundo que se viene, no sólo la moneda física será reemplazada por la moneda digital, sino que las monedas nacionales competirán con monedas privadas. En un mundo de dinero digital las fronteras políticas resultarán cada vez menos efectivas. El nacionalismo monetario difícilmente sobreviva, especialmente en economías pequeñas y poco desarrolladas (y democráticas). Una reforma como la que proponemos le permitiría a la Argentina ponerse a la vanguardia de la revolución tecnológica que está transformando el sistema financiero mundial.31
No hemos escrito este libro sólo para economistas. Nuestro objetivo es llegar a una audiencia lo más amplia posible sin sacrificar el rigor conceptual.32 El libro está organizado en cinco secciones que pueden ser leídas de manera independiente una de otra. La primera incluye un repaso histórico de la inflación en la Argentina desde mayo de 1810 hasta la actualidad. La segunda presenta un análisis de los efectos y las causas de la inflación. La tercera analiza la experiencia de tres países que adoptaron el dólar como su moneda de curso legal –Panamá, Ecuador y El Salvador–, uno que adoptó el euro (España) y uno que implementó una dolarización oficial y luego la revirtió (Zimbabue). Aunque por tamaño y estructura son economías muy distintas a la argentina, su experiencia es relevante, especialmente la ecuatoriana y la zimbabuense. La cuarta sección analiza las ventajas y desventajas de una dolarización oficial y plantea como ejercicio contra-fáctico como hubiera evolucionado la economía argentina si se hubiera implementado en 1999. La última sección incluye los lineamientos básicos de nuestra propuesta y la secuencia de medidas que consideramos serían necesarias para implementarla exitosamente.
Nuestro objetivo con este libro es contribuir a un debate impostergable, no sólo sobre como estabilizar la economía por los próximos dos años sino sobre como retomar la senda de crecimiento y estabilidad.
No queremos concluir este prefacio sin dejar de agradecer a Rolando González Bunster, quien tuvo la idea del libro y lo posibilitó apoyando decididamente el trabajo de investigación que hemos realizado durante este último año. Queremos agradecer también a muchas personas que en los últimos ocho meses en distintas latitudes generosamente nos brindaron su tiempo para compartir sus experiencias y opiniones sobre la dolarización. Particularmente valiosas fueron las conversaciones que mantuvimos con quienes impulsaron y tuvieron la responsabilidad de implementar la dolarización en sus países. En Ecuador, el ex presidente del Ecuador, Jamil Mahuad Witt, su ex ministro de Finanzas, Alfredo Arízaga González, y sus asesores Juan Pablo Aguilar Andrade, Jorge Guzmán y Mario Prado Mora, y en El Salvador, los ex ministros de Economía, Manuel E. Hinds y Juan José Daboub. También tuvimos fructíferos intercambios de opinión sobre dolarización, reforma bancaria y otros temas relacionados con Jorge C. Ávila, Alberto Benegas Lynch (h), Roberto Brenes, Roberto Cachanosky, Guillermo A. Calvo, James L. Caton, Domingo F. Cavallo, Andrés Cusme Franco, José Dapena, Juan Carlos de Pablo, Mariano di Pietrantonio, Luis Espinosa Goded, Alejandro M. Estrada, Irene Giménez, Carlos Ernesto González Ramírez, Pablo Guidotti, Steve H. Hanke, Ricardo Hausmann, José Carlos Jaime, Carlos Julio Emanuel, William J. Luther, Martín Lagos, Guillermo Mondino, Gabriel Rubinstein, Fausto Spotorno, Efraín Velázquez y Lawrence H. White. Otro agradecimiento especial a quienes leyeron y comentaron versiones preliminares del libro o de alguno de sus capítulos: Jorge E. Bustamante, Manuel Calderón, Ariel Coremberg, Julio Djenderedjian, Agustín Etchebarne Bullrich, Roque B. Fernández, Patricio Gómez Sabaini, Héctor Mairal, Ricardo Maxit, Javier Ortiz Batalla y Vicente G. Massot.
De más está decir que el hecho de que mencionemos sus nombres no implica que concuerden con las ideas y las propuestas que presentamos en este libro. La amplitud de los temas que tratamos nos exigió un gran esfuerzo de síntesis. Es probable que a pesar de nuestras múltiples relecturas y correcciones, habrá errores y omisiones que, obviamente, son de nuestra exclusiva responsabilidad. Las opiniones que expresamos en este libro no reflejan necesariamente la posición de la Universidad del CEMA (UCEMA) y/o de Metropolitan State University of Denver (MSU Denver).
Alberdi (1876), p.279. ↩︎
Gondra (1932), p.35. ↩︎
El promedio aritmético de las tasas anuales es 141%. La diferencia entre ambos promedios se debe a la alta volatilidad de la tasa de inflación entre 1945 y 2020. ↩︎
Samuelson (1980a). ↩︎
Bunge (1940), 275, 510. ↩︎
Hay quienes argumentan que la caída de la Argentina en el ranking se debe a que la muestra de países aumentó a partir de 1950. Este argumento es fácilmente refutable. Con excepción de los países del Medio Oriente, se agregaron ex colonias europeas con niveles de PBI per cápita muy inferiores a los de la Argentina. Sólo dos de los 89 países que se suman a la muestra a partir de 1950 tenían un PBI pre cápita superior (Luxemburgo e Islandia). ↩︎
Hay una amplísima bibliografía sobre la decadencia argentina. Nos hemos ocupado del tema en Cachanosky (2017) y Ocampo (2015) y (2021). ↩︎
Martínez Estrada (1962), pp. 338, 340. ↩︎
A lo largo del libro nos referiremos al régimen monetario implantado en la Argentina entre 1991 y 2001 como “la Convertibilidad” para distinguirlo del término genérico de convertibilidad. ↩︎
Por ejemplo las propuestas de Horacio Liendo (La Nación, 2020b) y Carlos Rodríguez (Clarín, 2022). ↩︎
El FMI reconoció en su evaluación del préstamo stand-by de 2018 que en la Argentina “restaurar la confianza de forma duradera requeriría no sólo equilibrar las finanzas públicas y externas, sino también demostrar que ese equilibrio se mantendrá” (FMI, 2021e, p.62). ↩︎
La idea de firmar un tratado monetario con EE.UU. es utópica dada la dinámica del Congreso norteamericano, cuya aprobación sería necesaria. Ecuador demostró que es posible avanzar unilateralmente con una dolarización. ↩︎
Para una lista de las reformas estructurales necesarias que la Argentina necesita para volver a crecer ver Fundación Libertad y Progreso (2020). ↩︎
La razón por la que los impuestos deben pagarse en dólares es muy simple: la deuda denominada en dólares asciende a 200.000 millones de dólares. Es necesario eliminar el descalce cambiario del sector público. ↩︎
La lista no es exhaustiva pero podemos mencionar los siguientes en orden alfabético: Arriazu (2019), Ávila (2015a, 2018), Blasco Garma (2001), Benegas Lynch (h) (2000, 2017), Cachanosky (2019), Cachanosky y Ravier (2016), Calvo (2002), Della Paolera (2019), Hanke (2018), Hanke y Schuler (1999), Romano (2021), Rubinstein (1999, 2002) y Velde y Veracierto (2000). No todos consideran que la dolarización siga siendo una buena idea. El empresario Alejandro M. Estrada viene abogando por una dolarización desde hace décadas. ↩︎
Desde 1976 Anguilla, Antigua y Barbuda, Dominica, Granada, Montserrat, San Cristóbal y Nieves, Sta. Lucía y San Vicente y las Granadinas tienen el valor de sus monedas atadas al dólar a una paridad fija, un régimen cambiario que a los efectos prácticos funciona como una dolarización. ↩︎
Hay interpretaciones contrarias, ver por ejemplo Gelli (2003), p.555. Sin embargo, la objeción de inconstitucionalidad puede ser fácilmente subsanada si el Congreso hace sellar una moneda de un peso y fija su valor en relación al dólar. Esta moneda quedaría guardada fuera de circulación. ↩︎
Actualmente las reservas netas son, en el mejor de los casos, exiguas lo que implicaría un tipo de cambio demasiado alto. Pero como explicaremos más adelante, hay varias soluciones posibles a este problema. Ver FMI (2022), p.4. ↩︎
Cachanosky (2019). ↩︎
Según INDEC (2021b) a septiembre de 2021 los argentinos tenían 238.000 millones de dólares en el exterior o fuera del sistema financiero y según BCRA el agregado monetario M3 en pesos a fines de 2021 equivalía a 63.000 millones de dólares y los depósitos totales en dólares sumaban 14.200 millones de dólares. ↩︎
Estos porcentajes fueron estimados dividiendo el PBI per cápita argentino por el tipo de cambio libre. Al tipo de cambio oficial los porcentajes hubieran sido 59% y 43% respectivamente. ↩︎
Es importante distinguir entre dolarización de facto y dolarización oficial o de jure. La primera describe una situación en la que la población de un país decide sustituir la moneda local por el dólar y/o mantiene la mayor parte de sus ahorros en dólares, mientras la segunda la adopción del dólar como moneda de curso legal por parte del gobierno. Ver Calvo (1999), Baliño, Bennett y Borensztein (1999), Corso (2021) y Levy-Yeyati (2021). ↩︎
El término default describe la declaración de una cesación de pagos y/o reestructuración de la deuda pública. En julio de 2014 la Argentina incurrió en lo que se denomina un default “técnico”. ↩︎
La analogía es algo imperfecta ya que el bypass es fácil de revertir. El caso más notable del fracaso de esta cirugía fue Diego Maradona. ↩︎
Este ratio no contempla la deuda de los gobiernos provinciales. Además, está calculado al tipo de cambio oficial. Si convertimos la deuda externa al tipo de cambio libre representaría casi 100% del PBI. ↩︎
En realidad Cortés no quemó sus naves sino que las hizo encallar con el pretexto de que no estaban en condiciones de navegar. Ver Cortés (1525), p.54 y Pereyra (1953), pp.111-118. ↩︎
El Salvador desde mediados de 2021 también avanza por un proceso que, de ser exitoso, constituiría una desdolarización. Aunque el resultado final de este experimento es incierto, como veremos en otro capítulo, el costo para la economía salvadoreña ha sido significativo. La Republica Dominicana desdolarizó en 1947 y en los diez años siguientes tuvo una inflación similar a Estados Unidos. ↩︎
Como explicaremos más adelante, Correa socavó las bases de la dolarización pero nunca se atrevió a revertirla. ↩︎
Siempre y cuando el sector público no sea el principal deudor del sistema bancario. ↩︎
La lista de reformas es larga. El libro ya citado de Fundación Libertad y Progreso (2020) contiene un buen resumen y discusión de las más importantes. ↩︎
Los avances tecnológicos permiten imaginar que, en un futuro no muy lejano, la política monetaria, y quizás también la fiscal, dependa de un algoritmo en vez de la decisión de un burócrata. Se trata de una idea que Milton Friedman propuso hace varias décadas (1984, p.633). ↩︎
En la bibliografía el lector podrá encontrar numerosas publicaciones de los autores sobre algunos de los temas tratados en este libro. ↩︎